domingo, 18 de abril de 2010

La postura del abuelo oso


Comenzamos a hacer la postura que Judith nos señaló alrededor del jardín. Cierro los ojos con los puños cerrados y ambas manos arriba del ombligo, las rodillas semi flectadas y la cabeza hacia atrás, en el intertanto el canto de un pájaro nos acompañó por largos instantes. Sentí que debía seguir escuchándolo cantar y así lo hice, su canto era fuerte y muy hermoso, era imposible abstraerse, así que me quedé con él porque presentí que traía algo para mí. De pronto mi concentración en su presencia, me mostró un ojo pequeño alrededor de un plumaje gris que me miraba, fue una imagen que duró un segundo o dos, luego, ese ojo de pájaro resultó ser de un pájaro del pasado, de mi niñez, cuando por primera vez vi un nido con polluelos y a la madre o padre revoloteando por los alrededores. Ya que estaba allá, en Nueva Imperial en la casa de mi abuela decidí quedarme ahí a mirar la escena.


El nido estaba en el suelo, en una bajada donde había mucha vegetación que si mal no recuerdo era tusilago, una planta de hojas grandes y redondas que crece en lugares sombríos y húmedos, muy tupida, y que sirve para la tos. Esta parte del patio quedaba debajo de varios ciruelos que en verano dan una ciruela blanca verde amarillenta de un dulce que no he vuelto a saborear desde aquellos tiempos. Por el oeste estaba el cerco de madera, hacia el norte un enorme palto acompañado de un cedrón que nos daba las hojas para tomar mate. Y para el este daba un costado de la casa donde se ubicaba la batea donde mi abuela lavaba ropa o los intestinos de algún animal que se faenaba.


Volver a Imperial por los caminos de mi memoria me lleva a pasajes que están ahí, que en apariencia estaban olvidados, pero que están ahí esperando que los rescate del olvido. Este rito con esta postura del abuelo oso me conectó con ese rescate necesario y prodigioso del volver a estar ahí. Después del pájaro madre o padre, apareció otro mucho más pequeño, el picaflor de colores verdes y azules tornasolados, que clavaba su piquillo en las flores rosadas del arbusto que estaba justo en frente de la ventana de la cocina con sus alas moviéndose mil veces por segundo. Su visita me vino a contar de esa parte de mi niñez, cuando almorzaba en la mesa de la cocina mirando para afuera a esta miniatura de animal, antes de ir al colegio, y mi abuela, igual que este picaflor revoloteaba por ahí.


Seguí en este viaje al sur de mi memoria visual, pero esta vez me fui a mirar el horizonte que se veía desde la ventana del segundo piso de la casa. Ahí estaban las lomas, unas sobre otras como los globos ondulantes de colchas cubiertos por manchones de verdes intercalados con lisos amarillos de la superficie. Hacia el este contemplé la puesta de sol, como muchas veces lo hice disfrutando de sus naranjos y lilas. Y ya que estaba mirando para la costa, me fui a Puerto Saavedra y recordé la maravilla de haber descubierto tantas conchitas de tantos portes y formas que en mi vida había visto, realmente hermoso momento y muy lejos del hoy.


Las maracas y su sonido chispeante me trajeron de vuelta al patio trasero de la casa de Nueva Imperial. Esta vez salí del lugar donde estaba el nido con los polluelos y empecé a recorrer con más atención el resto del sitio. Lo primero que hice fue subir, dejando atrás el arbusto del picaflor e inmediatamente contiguo a él estaba el matorral de las frambuesas. Las frambuesas tiernas y maduras me dirigieron a las grosellas que estaban en un rincón en el alto del patio a la orilla del cerco que lo dividía en dos. Pasando el cerco me fui a los perales que estaban junto a los otros ciruelos del alto.


Y así este viaje me llevó a visualizar una gran fogata, con ramas y pajas altas que ardía y chisporroteaba iluminando una noche sin luna y un lugar donde transitaba mucha gente, algunos/as estábamos sentados/as alrededor de ella, otros/as caminaban por este lugar que parecía una aldea. Entre la gente divisé al Boris Hualme con su manta, un dirigente mapuche lafquenche de Mehuín, nos mirábamos. Antes de ver esta fogata, tuve la sensación de estar poniéndome un atuendo como un penacho de la cabeza a los pies, pero sólo duro unos breves segundos, luego vino la fogata.


Después volví al presente con mi sobrina Antonia, la veía con sus rulos y su cabellera preciosa, y me daba cuenta que ambas estábamos unidas por una de las ramas del árbol que nos precedía.


En los momentos finales de este rito de sanación, el intelecto se hizo presente, reflexioné que no creía en el Dios cristiano por opción, pero que sin embargo una vez lo necesité, o necesité que existiera. E inmediatamente pensé que esto era así porque él había sido realidad en mi vida hasta los 13 años, y que mi estado actual de espiritualidad era una superposición, quiéralo o no, de creencias enseñadas, recuperadas, adquiridas y sentidas.