viernes, 14 de mayo de 2010

Una mirada al hoy de ayer a algunos pasajes de los comienzos de mi vida


Haber sido hija única cuando chica hasta los seis años cinco meses fue algo muy especial. El mundo que integraba estaba compuesto por tres, mamá, papá y yo. No tenía la compañía de iguales. Mamá y papá eran grandes y además ajenos a mí en algún sentido, era lo único que tenía sin saber que los tenía, eran una evidencia por sí misma. Estaban ahí como el aire que respiraba. Era un dúo al que amaba indiferenciadamente como un todo contenedor y amalgámico que decidía mi destino hasta que empecé a hacer de las mías.
Siempre fui soñadora. Recuerdo que una vez antes de viajar a Nueva Imperial, a la Novena Región de Chile, en aquel tiempo de viajes al sur en vacaciones de verano -cuando tomábamos el bus Flecha Dorada y mi papá salía a buscar un taxi a la calle América para ir a Cruces de Colón a tomarlo- giraba y giraba con mi vestido calipso en la baldosa de mi casa en la población Cacique Antupillán de San Bernardo, Santiago, donde pasé gran parte de mi niñez. Mientras giraba y mi vestido jardinera se elevaba arremolinándose y mis papás preparaban los detalles para el viaje dentro de la casa, un sentimiento oceánico emanaba de mi pecho confundiéndose con el azul del cielo. El momento del viaje abría muchas posibilidades, imaginar el allá, en el sur, desde ese aquí, hacía que mi sentimiento oceánico alcanzara otros horizontes, más allá de las rejas negras que cercaban el patio de mi casa. Armaba mi equipaje dentro de una cajita de jaleas caricia donde guardaba mis tesoros que lograba rescatar antes que se fueran a la basura: envoltorios, etiquetas y todo tipo de papeles ilustrados que sólo tenían un valor para mí. Y que mis padres no atribuían importancia por razones obvias.
Pasando el Viaducto del Malleco -en tren muchas veces en la segunda mitad de los ’70- me aterrorizaban los fierros cruzados que formaban las barandas de protección de los costados de la línea férrea del viaducto, y que desde la ventana del interior del tren al pasar rápidamente al costado de ellas, las veía como monstruos metálicos que inevitablemente tenía que ver si miraba por la ventana sin cortinas del tren. Muchas veces agaché la cabeza, o simplemente no miré para evitar la impresión de estas estructuras metálicas gigantescas que me acechaban.
El recurso del transporte en bus fue posterior a los viajes en tren de los cuales sólo recuerdo el ruido de las ruedas contra los rieles, los asientos forrados con material parecido al cuero y reluciente, generalmente de color burdeo o verde botella, y los fierros del viaducto que anunciaban que ya estábamos en territorio sureño de la Novena. Por estos tiempos ocurrió una vez que mi papá se enojó porque me pasaron por la ventana del tren a punto de partir porque la subida estaba llena.
Con los primeros claros de la mañana llegábamos a Temuco, la capital de la Región de la Araucanía, generalmente nos deteníamos en el Terminal Rural a dejar pasajeros/as. Temuco era la última escala antes de llegar a destino. Estando ahí, sólo faltaba un breve trayecto de 35 kilómetros hacia la costa para llegar a Imperial a la casa verde agua de dos pisos ubicada en uno de los altos del pueblo en la calle Anibal Pinto 702.
La temperatura y el olor de Nueva Imperial eran reconfortantes después del encierro adentro del bus, el aire era liviano y fresco, y el sol iluminaba los verdes y los variados colores de los asientos y macetas de la Plaza de Armas. En la casa nos esperaban mi abuela Amelia Igaiman Quilaleo, y mis tíos(as). Tomábamos leche de vaca con café y pan amasado con mantequilla y mermelada casera. En una oportunidad mi abuela y don Mancho, su esposo de entonces, hicieron distintos fiambres, como longaniza y otros derivados de animales. Entre el humo y los rayos de sol entrando a la bodega oscura con el fogón en el medio, resaltaba un globo blanco inflado de intestino de animal colgado de los cordeles que sostenían todo tipo de tripas. Después supe que este globo blanco era para hacer una especie de embutidos, mortadelas y jamones, algo así se comentaba de boca de los adultos/as.
Nohualhue, era el otro destino. A 25 kilómetros de Imperial estaba este maravilloso paraíso de mi infancia. Tierra de copulices, digueñes, murtillas, manzanas puchacay y cabeza de niño, chupones y sapos blancos escondidos debajo de los troncos. Maqui negro, maqui blanco, copihues rojos y blancos, boldos, pinatras, gargales y plantas con flores con forma de polcas, -pregunta mejor qué no había- agrega la Abuela en esta reconstrucción del paisaje de su último campo antes de que lo vendiera hace ya 25 años atrás. Este campo de 53 hectáreas fue el único que alcancé a conocer. El nombre de Nohualhue, que significa Zangoloteo del Pantano en mapudungun, es nicho de muchas historias que escucho de las conversaciones principalmente entre mi abuela, mi mamá y mi tía Rosy.
El recuerdo más antaño que tengo del campo es un despertar en las piezas oscuras y de tablones anchos en los muros, con techo de tejas y sin forrar por cuyos orificios entraban los rayos de sol tejiendo coloides entre unos y otros en el cielo, anunciando que el día esperaba afuera alumbrando con un fuerte sol que invitaba a salir a jugar. El desayuno era la mamadera con leche al pie de la vaca, un sabor inolvidable y que en años no he vuelto a saborear. La cocina de la casa tenía piso de tierra y un fogón en el medio y al igual que la casa en Imperial estaba en un alto. El estero pasaba por la quinta y daba la vuelta hasta el puente de palo que hizo mi bisabuelo Antonio Igaiman, justo al frente del portón por donde se entraba al campo. Al estero iba a pescar se acuerda mi abuelita. De lo que yo me acuerdo es del pequeño bosque de pinos que estaba cerca del estero y que para pasar por ahí mi abuela una vez tuvo que esconder mi cabeza en sus faldas para que no viera los pinos uniformes que por su altura y omniprescencia me daban miedo. Después con los años este recuerdo lo he relacionado con mi aversión a los monocultivos de las forestales que están depredando el sur de Chile.
Flor Chacay y Huilio fueron los otros campos de la Abuela. Flor Chacay, en los tiempos de mi bisabuelo tenía 12 hectáreas, 6 provenían de la reducción indígena del abuelo de la Abuela, quien era cacique y repartió la tierra entre sus hijos. Y las otras 6 hectáreas provenían de la herencia de mi bisabuela Maso Quilalelo Mulato que las había cambiado con los Raguileo para juntar los campos de ambos con su esposo. Este fue el primer campo de mi bisabuelo Antonio, el hijo mayor del cacique quien tenía dos esposas a la vez, con la primera tuvo tres hijos y una hija, Antonio, mi bisabuelo, el primogénito; Simona, Pedro y Guillermo. Éste último hermano de mi bisabuelo, tenía su segundo apellido Marin y no Quilaleo, mi abuela Amelia cuenta que antes la gente se cambiaba el apellido o compraba el que le gustara, generalmente con una vaquilla. Y con la segunda esposa, tuvo dos hijos y tres hijas, Oscar, Emilio, Chela, Clorinda y Celinda. La abuela no se acuerda del nombre de su abuelo porque no se visitaban mucho entre su familia y su abuelo, lo que sabe de él es lo que le ha dicho su prima Lita, que era bonito y bajo. Una de las cosas que explican esta distancia -y que he sabido desde chica- fue la enemistad entre mi tatarabuelo cacique y mi bisabuelo Antonio. Que habría sido porque mi bisabuelo Antonio no estaba de acuerdo con su papá en que éste enviara a su hijo Pedro a estudiar al colegio de Boroa, porque Pedro era flojo; y él pensaba que mejor debía ir su hermano Guillermo, porque era más alentado.
A raíz del terremoto y maremoto de febrero recién pasado aquí en Chile, mi abuelita se acordó que para el terremoto del ’39 ella y su familia, padres y hermanos/as estaban en Flor Chacay viviendo y que los animales se allegaron a la casa pidiendo protección a los humanos. La casa era de madera y tejas y de un solo ambiente y con un fogón y las camas ahí. Había un estero que era como el lavadero donde corría el agua con las piedras que se llamaba pilloico.
Huilio tenía 60 hectáreas que se repartieron entre mi bisabuela Maso, quien tocó 30 hectáreas, Juan Igaiman hermano de mi abuela y mi abuela también tocaron las otras 30 hectáreas cuando murió mi bisabuelo. Lo que mi mamá recuerda de los límites de Huilio es la hijuela que estaba antes del campo de su abuelo que terminaba en el río Huilio donde había un puente que después de atravesarlo y caminando hacia la izquierda estaba la entrada al campo de Huilio. Por la orilla del río había árboles cuyas raíces sobresalían por encima del agua.
En este campo había muchos chivos y cabritas. También había un lugar que mi mamá todavía recuerda y que invoca cuando quiere relajarse. Era una especie de valle verde, con mucho pasto y margaritas que en el fondo estaba lleno de árboles. Huilio también tenía una quinta con muchas manzanas, y las que más abundaban eran las manzanas limones, también había peras. En este campo vivía una familia de inquilinos o medieros, los Martínez, cuidaban, sembraban y cosechaban en media con mi bisabuelo que ponía el campo y la semilla. En este tiempo mi mamá chica y mi tía Rosy igual, eran las nietas del patrón, comentario que hago porque para mi tía y mi mamá este estatus fue importante en contraste con la situación posterior a la muerte de mi bisabuelo; cuando en una ocasión les cambió la vida porque mi abuela Amelia con su esposo Mancho, fueron inquilinos durante un año en otro campo en Tranapuente donde los Roa y pasaron las de quico y caco, teniendo campo propio, además fue justo en el ’60 el año del terremoto y maremoto en el sur, donde quedaron aislados/as por un mes, en las cercanías de Puerto Saavedra.
Mi mamá cuenta que cuando se separaron sus papás, mi abuelo Humberto que nunca conocí, y que mi mamá tampoco conoció; de mi abuela Amelia, mi abuela volvió a la casa de su padre con su madre donde vivía mi tía mayor, Gladys. Yo creo que volvieron al pueblo de Imperial o Nohualgüe, porque en Huilio nunca vivieron, sólo iban a estar ahí, cuenta mi abuelita.
Este recuento de matrices de historias y paisajes, recuerdos propios de lugares donde vivieron mis antepasados/as, trenes y buses adentrándose en el Wall Mapu, el lugar de origen de la mitad de mis cromosomas, fue un mundo con el que tomé contacto al comienzo de mi vida como un mundo anexo, paralelo a mi habitus en la ciudad y que en estos últimos años fue constituyéndose en una dimensión siamesa de mi vida, presente. Engranar las piezas de mi historia con las historias que me preceden me pone en una línea de tiempo con arraigo en este territorio y su historia social, sur-centro, centro sur, un ir y venir, de la ciudad al Wall Mapu, del Wall Mapu a la ciudad y el paso por las fronteras entre estos mundos.
En 1981 me voy a vivir a Nueva Imperial con mis padres y mi hermana Carola recién nacida a la casa de mi abuela, donde empiezo a escuchar las otras historias, distintas a las del colegio y la normalidad del sentido común occidental. Es aquí, en una de las zonas de mayor concentración mapuche, y en cercanía con la memoria de mi abuela, donde voy tomando contacto con un mundo que no fue siempre evidente para mí.