Al instante después de echar a la
olla el plato de garbanzos recién servidos porque parece que no los había
revuelto cuando le eché la sal gruesa de mar, se me posó la imagen del Rana,
uno de los vecinos “volaos” de la esquina de Yungay; y me acordé que anoche
soñé con él, que pasaba por Yungay bien de noche, quizás de madrugada, y lo
veía a él, con más gente afuera de su casa, y me veía, y cruzaba la calle,
sentí un poco de temor, estaba como una de las últimas veces que lo vi, no hace
mucho, ya no tenía su pelo largo como en los tiempos de juventud, en los
ochenta, llevaba puesto un gorro oscuro, veía claramente su cara y sus ojos de
mirada profunda, de esas miradas que ven el alma y se dejan ver también. Algo me dijo, o me preguntó, tuve la misma
actitud de respeto que me caracterizó y que aún más me caracteriza ahora de
adulta frente a personas de las cuales la sociedad de “bien” me alejó y me
separó. Seguí caminando hasta la esquina
de América después que sentí que el Rana me dejaba pasar.
Ahora en la vigilia, y
reflexionando sobre la vida, la vida de las personas que fueron mis vecinos
marginados y la mía, y recordando un texto trabajado en Con-spirando en el
taller de liderazgo y memoria, me pregunto cuál será el nombre del Rana.
Llamé a la Rosa y tampoco sabía
su nombre, me contó que el Rana había estado muy mal por su cáncer terminal
hace poco, y que se mantenía por la pura droga.
Qué angustia me dio, qué impotencia me dan todas las injusticias, qué
poca cosa me siento a veces.
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